El pasado 20 de julio, como todos los años, se celebró el Día del Amigo en varios países, el mío entre ellos. Es posible que la distancia me haya dado un poco de nostalgia, porque me quedé pensando en nuestros amigos, en los modos en que nos vinculamos. Y resulta que muchos de esos recuerdos están ligados al hogar.

Hay miles de maneras de vivir la amistad, pero una de mis favoritas, sin duda, es traerla puertas adentro. La casa es por excelencia el lugar de la familia, pero se expande y se completa cuando la compartimos con amigos. Abrir la casa es abrir el corazón y ofrecer al otro lo mejor que hay en su interior. Cuando alguien me invita a la suya, me siento igualmente honrada. El espacio íntimo se convierte temporalmente en refugio y testigo del encuentro.

Comemos, bebemos, y los sentidos se predisponen para el disfrute. Somos informales: las “10 reglas para ser el perfecto anfitrión” nos tienen sin cuidado. El menú se completa entre todos, la vajilla no combina, un vaso se vuelca sobre el mantel. Nos amontonamos en espacios pequeños mientras repetimos “la casa es chica pero el corazón es grande”. Alguien acuesta un niño en tu cama. Los amigos abren la heladera para buscar más cerveza, o más hielo, o más cerveza otra vez. Se meten en tu cocina, en tu dormitorio, en tu baño; los amigos entran en tu vida, porque tú los quieres ahí.

En ocasiones puede que elijamos reunirnos en bar o un restaurant, pero no es lo mismo, no es para nada lo mismo. En casa nadie nos ve y hacemos lo que queremos. En casa el espacio es flexible: nos movemos de sitio infinidad de veces, del living a la cocina, al comedor, a la terraza; unos acá, otras allá, y a rotar otra vez. Cada cambio de escenario da lugar a un nuevo acto, con nuevos interlocutores y posibilidades. La comodidad física lleva a la espontaneidad en la comunicación, el cuerpo está relajado y se va relajando la mente, se alzan las barreras, se abre el corazón. Alguien pone música. Cuando parece que todo está por terminar, el anfitrión abre una botella de cierta bebida traída de tierras lejanas, preparamos café, la celebración vuelve a comenzar.

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En casa el tiempo es nuestro. Nadie nos trae la cuenta o nos apura para que dejemos la mesa. En noches como estas el tiempo parece detenerse o estirarse indefinidamente. En un restaurant podemos ser desconocidos para siempre, ya que en cuanto surge la incomodidad nos levantamos y decimos adiós. Pero lo mejor llega cuando pasamos de la conversación fácil, agotamos los temas clásicos, y nos quedamos. La confianza aparece cuando se supera la barrera de la incomodidad, que es el momento donde se deja entrar al otro un pasito más hacia la intimidad.

Generalmente, la reunión concluye cuando cada uno se va a su casa y queda un bendito desorden. Pero nada impide que derive en baile, en karaoke, en pernocte o en saltar a la piscina. Todo es posible. No importa el cansancio o el dolor de cabeza que tendremos mañana, no importa lo ingerido de más o la loza sucia, porque esas horas de risas y complicidad no nos las quita nadie. Ese tiempo compartido sin pretextos, ese tiempo ocioso, ese tiempo inútil, es el que da consistencia a la vida.

Gracias a todos los amigos y amigas por tantos encuentros a lo largo de los años, gracias a los que invitan, a los que vienen con una botella en cada mano, a los que traen el postre, a los que ayudan a ordenar, a los que se quedan en largas sobremesas. Gracias por no tener prisa y por saber que cada momento es importante. Ojalá en la vida nunca nos falten mesas que nos congreguen y hogares que nos cobijen, templos de la amistad. Como canta una canción de mi tierra*,

Yo quisiera que en mi mesa
nadie se sienta extranjero
que sea la mesa de todos
territorio del encuentro. 

Que sea mesa de domingo
mesa vestida de fiesta
donde canten mis amigos
esperanzas y tristezas.

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*Peteco Carabajal, “La Mesa”.

“Soy Licenciada en Educación, blogger, apasionada por la fotografía, la ilustración y el arte en general. Me emocionan las cosas simples de la vida y busco transmitir esa mirada”

www.cantandovictoria.blogspot.com