Texto & ilustraciones: Fernanda Tapia T. @mandarinacaiman
Soy feliz. Soy de hecho muy feliz. Hoy vivo en el denominado estado de grata satisfacción espiritual y física. No soy millonaria, no amo mi trabajo, vivo lejos de mucha gente que quiero y tengo infinitas cosas que mejorar para convertirme en mejor persona, compañera y amiga, pero me despierto en la mañanas agradecida y consciente de que soy feliz.
(Como nota al margen, tampoco quiero ser hipócrita respecto a las circunstancias de mi felicidad: crecí en un país en paz y dentro de una familia que no solo me crió con amor, si no que pudo entregarme las herramientas necesarias para tomar mi vida al igual que un sartén: por el mango, y hacer lo que me plazca con ella.)
Quiero creer que esta plenitud responde a que he construido mi felicidad granito a granito, pero también a que he aceptado el pulso natural de las cosas de manera que me he adaptado a ser feliz con el (que si somos francos, siendo millenial es difícil aceptar que el mundo no gira alrededor de uno.).
Tengo muy claro que soy yo quien sostiene el mapa con los caminos que quiero y tengo que recorrer, que mi intuición es mi guía maestra, pero a la vez he aprendido a recibir las sorpresas que traen los caminos que decido tomar, los cambios que hay fuera y dentro de mí en este recorrido. Porque finalmente la única constante es el cambio y si acepto esto, creo que soy más feliz, más libre, miro hacia atrás con menos culpa y hacia adelante con menos ansiedad.
En los últimos siglos hemos visto como nosotros los humanos hemos trabajado muy duro para controlar prácticamente todo lo que nos rodea. Hemos amoldado este planeta a nosotros, para hacer nuestra vida más simple y segura, que pareciera ser uno de los caminos que hemos escogido hacia la felicidad (o dicho por otros: estabilidad). Borramos cerros, construimos otros, cambiamos el cauce de ríos, hacemos aparecer y desaparecer lagunas, como si estuviésemos convencidos de tener el control de todo.
Pero, aún en este huracán de amoldar-el-entorno-a-nuestras-facilidades pasa algo que siempre me ha llamado muchísimo la atención, y es que: aceptamos total y completamente el tiempo – en términos climáticos – y sus cambios. Hemos sido capaces de talar bosques enteros a nuestro favor, pero seguimos rindiéndonos al hecho de que si mañana va a llover no hay nada que podamos hacer y vivimos perfectamente resignados al ritmo del clima y las estaciones. No tenemos control sobre la temperatura de mañana o la semana siguiente y nos abrimos a ser felices con lo que la vida nos traiga.
Por una vez, no somos los que decidimos, nos liberamos y entregamos a la propuesta de la naturaleza. Qué lindo, no? Confiamos en su proceso. Sabemos que no es para siempre y que el cambio es permanente, nos adaptamos con él. Volvemos a lo más primitivo de nuestra intuición, al aprendizaje milenario, a lo puro. De lado queda el control, no somos más grandes y más fuertes que la naturaleza.
En mi vida intento – aunque aun aprendiendo – hacer lo mismo: confiar en el proceso, entender el pulso y no intentar moldear el pulso a mi idea de felicidad. Que al igual que en la naturaleza, sin viento no existirían las olas del mar, sin lluvia no conoceríamos los arcoíris, sin el calor abrumador del sol no crecería nada de la tierra, tengo que aceptar las tormentas como parte de mi felicidad y no como el camino hacia ella.
Porque para mí ser feliz es aceptar esta armonía caótica, donde tengo que aprender cuando soltar y cuando no, a confiar en el viaje, así como confío en el clima, para ser mejor y vivir de manera más grande y consiente.
Honrar el pulso natural, construir mi vida a su ritmo.
Fernanda Tapia
Santiaguina de nacimiento, berlinesa por el momento, diseñadora gráfica de profesión, coleccionista de detalles y cosas lindas, aprendiz en alimentación y consumo consciente.
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