“Organizas tu vida con lo que tienes, no con lo que te falta” Kate Morton,
El Jardín Olvidado.

Cuando somos chicos y nos cuentan por primera vez que hay niños que son adoptados, suelen explicarnos que ellos no tienen que sentirse tristes por eso, sino felices porque fueron elegidos por su familia y amados como nadie. Vivir en otro país tiene un poco de eso: según la forma en que uno lo vea, ser extranjero puede ser vivido como un eterno “estar fuera de lugar” o como una dulce adopción.

Recuerdo que mi abuela, en Argentina, tenía un grupito de amigas angloparlantes que cuando llamaban por teléfono para hablar con ella, casi no podían comunicarse en español. A mí me resultaba indignante: ¡llevaban décadas viviendo en el país, y no habían aprendido el idioma! Como si lo único digno fuera ser inglesa, como si hacerse parte de nuestro país implicara contaminarse.

Ese caso es un poco extremo y hoy lo interpreto como signo de otra época. Pero ¿cuántas veces, como inmigrantes, tenemos actitudes similares? Si nos agrupamos únicamente con otros compatriotas nuestros, si nos quejamos y comparamos frecuentemente ambos países, si despreciamos costumbres locales, si nos negamos a probar sus comidas, si preferimos siempre la música o cultura de nuestro lugar de origen… No somos muy distintos de las amigas de mi abuela. Donde los habitantes reciben bien a los extranjeros (y en Santiago es así) no hay necesidad de vivir en “colonias”.

Lo opuesto tampoco es bueno: olvidarnos de lo que somos y de dónde venimos. Es importante  conservar la identidad. Pero nuestra identidad no es solamente nuestro origen: es nuestra historia completa, la totalidad del camino que recorrimos. El nuevo destino se va haciendo parte de nosotros tanto como lo anterior.

Cuando estaba por dejar Buenos Aires, me juré que no se me iba a contagiar la forma de hablar de los chilenos.  Hoy, si vuelvo por allá y deslizo un “arrendar” en vez de alquilar, no me molesta. Es la consecuencia de haber vivido esta experiencia. ¿Cómo podría volver después de años de vivir acá, inalterada? ¿Cómo negarme a que lo vivido deje una huella en mis gustos, en mis hábitos, en mi vocabulario? Es pretender ser impermeable, pasar por la vida sin que la vida me toque.

Ahora le decimos “taco” al embotellamiento, acompañamos los mates con tostadas con palta, nos deleitamos con el vino chileno, nos encariñamos con la gente. No porque esto sea mejor de lo que podemos tener en nuestro país. Realmente no sé si algo es mejor. Simplemente esta es la vida que tenemos, y elegimos disfrutarla. Somos permeables, dejamos que la vida nos toque, nos altere y nos atraviese. Santiago ya es parte de nosotros.

Mudarse a otro país es para algunos una aventura, para otros una necesidad. Pero siempre hay un motivo para hacerlo: es el país que nos dio trabajo, o el que nos refugió de una guerra, o donde conocimos al amor de nuestra vida. Sea cual sea la razón, hay que agradecerle lo que nos dio.  Adoptarlo y permitirle que nos adopte, mirar a los vecinos como hermanos adoptivos, dejarnos contagiar de algunos gustos y hábitos. Del mismo modo que ponemos algo de nosotros en un departamento o casa para sentirlo propio, pongamos algo de nuestra parte para que el nuevo país se convierta en hogar.

“Soy Licenciada en Educación, blogger, apasionada por la fotografía, la ilustración y el arte en general. Me emocionan las cosas simples de la vida y busco transmitir esa mirada”

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