Desde hace décadas que venimos escuchando la voz cada vez más fuerte de los vecinos de áreas con alta demanda residencial y a su vez expuestas a normativas flexibles que permiten la construcción en altura. La comunidad, empoderada y organizada, alza sus demandas para frenar la renovación y densificación residencial, la cual trae como consecuencias una fuerte alteración y degradación del paisaje barrial, efectos ambientales y en la movilidad urbana. También, se evidencia una considerable erosión de las relaciones sociales, a partir de la expulsión de determinados vecinos de toda la vida, que han tenido que abandonar sus barrios. Los promotores inmobiliarios, por su parte, argumentan que estas organizaciones operan desde una lógica de egoísmo, donde las personas no están dispuestas a que más habitantes puedan gozar de la buena calidad de vida que ofrecen estos barrios, olvidándose que son finalmente estos proyectos, los que terminan acabando con esa tan anhelada calidad de vida.
El tema es delicado y polémico, ya que en el mundo científico y en la administración pública, las opiniones también tienden a estar divididas. Algunos urbanistas están a favor del desarrollo inmobiliario, bajo el argumento de que la densidad residencial es necesaria para apuntar a ciudades ambientalmente sostenibles, con menores tiempos de viaje, mayor cobertura de los servicios y menor inversión pública en urbanización. Otro grupo, definitivamente opta por la protección de los barrios a través del congelamiento de permisos de edificación y reducción de alturas en los planes reguladores, a tal punto que construir departamentos deja de ser rentable, incluso en áreas muy demandadas.
La mayoría de barrios de Santiago no promueven la integración entre el espacio público y el privado. En general, existe una fuerte fragmentación y distinción a través de rejas y muros perimetrales, que tan sólo en algunos casos ofrecen cierto nivel de transparencia. De lo contrario, la calle y el resto de construcciones que componen el espacio urbano, no tienen ningún tipo de integración. En la imagen se aprecia el sector de Candelaria Goyenechea, en Vitacura.
La utópica vida de barrio santiaguina es algo que efectivamente existió y se desarrolló con fuerza durante el siglo XX, cuando la ciudad recién comenzaba a expandirse. Las nuevas áreas que se incorporaban al sistema metropolitano, se encontraban alejadas de las zonas financieras y servicios de gran escala. En cierto sentido, todavía se respiraba un aire campesino y provinciano. Así, en general, siempre se optó por una urbanización horizontal, con viviendas unifamiliares que en muchos sectores adoptaron la modalidad de ciudad jardín. Los vecinos se conocían, se generaban redes de apoyo y relaciones con las personas que habitaban el barrio en modalidades diferentes a la residencial: quienes trabajaban en la construcción, jardinería, asesoras del hogar, dependientes de tiendas, el dueño del quiosco de la esquina y la señora de la panadería de la cuadra siguiente.
La actual transformación de los barrios está generando no sólo un recambio de vecinos, sino que la llegada masiva de personas que no tienen un sentimiento de lugar ni arraigo con los espacios que entran a habitar. Dicha situación se contradice con el hecho de que en la mayoría de los casos, este tipo de proyectos se promocionan por emplazarse en un “barrio consolidado”, marcando una diferencia con las tipologías que se desarrollan, por ejemplo, en la periferia de las ciudades, a partir de cero, como es el caso de Chicureo. Probablemente, lo que estas personas buscan, es cercanía a sus fuentes laborales y comercio de cercanía; el tener “todo a la mano” en un entorno tranquilo y familiar a la vez.
La oferta suena muy tentadora si a ello además, le sumamos que los grandes edificios cuentan con una serie de equipamientos internos. Una sociedad cada vez más atemorizada, con una sensación de inseguridad que no se condice para nada con los verdaderos índices de victimización, exige servicio de conserjería y cámaras de vigilancia las 24 horas del día. A ello se añaden otras comodidades como estacionamientos subterráneos, gimnasio, piscina, quincho para asados, salones de eventos, salas de cine, sauna, jacuzzi, espacio para el lavado de vehículos y otras amenidades que usualmente reciben rimbombantes nombres anglosajones para atraer a nuevos compradores y arrendatarios. Esta situación produce un desplazamiento del lugar donde se satisfacen las necesidades y por lo tanto, una redefinición de las relaciones barriales: la plaza es reemplazada por el jardín del edificio, el almacén de la esquina por un supermercado al cual se accede cómodamente a través del automóvil, mientras que el polideportivo de toda la vida, por la piscina y el gimnasio del edificio. Además, por la complejidad que ofrecen estos condominios, se contrata en la mayoría de los casos un servicio de administración externo. Así, los vecinos dejan de tener la necesidad de comunicarse, canalizándose prácticamente todos los diálogos a través de la figura del administrador, y los problemas más cotidianos, mediante el mayordomo o “jefe de servicios”. Una vez cada cierto tiempo se realizan reuniones de comunidad, las cuales tampoco suelen contar con un quórum lo suficientemente alto como para ser un espacio que construya redes o apenas una las hebras que permitan generar algún tipo de tejido social relevante.
La realidad descrita caracteriza a la gran mayoría de condominios en altura existentes no sólo en ciudades como Santiago, sino que también en las principales capitales regionales de Chile. En este sentido, la vida de barrio se erosiona no sólo por el tipo de relaciones sociales que se generan, sino que además por la fragmentación espacial que producen estas tipologías constructivas. El edificio chileno es alzado de forma independiente, sin considerar el conjunto. Sólo debe regirse de acuerdo a la normativa vigente del plan regulador, la cual a pesar de que haga esfuerzos por generar visibilidad, compensaciones al espacio público o se realicen exigencias en cuanto a la fachada y una mínima armonía, es difícil que cumpla en su totalidad las buenas intenciones que hay detrás, ya que se encuentran atiborrados de vacíos que finalmente las constructoras aprovechan para maximizar sus ganancias. Así, el edificio residencial chileno se posiciona como una caja hermética que genera pocas interacciones con el exterior, el cual tampoco es visto efectivamente como un valor agregado al proyecto inmobiliario. Es común que en barrios donde antes había casas, con su tendido eléctrico en superficie y aceras estrechas, se alce un edificio de 15 pisos que no realiza ninguna mejora al espacio público. Donde antes vivían 5 familias, hoy viven 80, con las mismas veredas polvorientas, la misma iluminación precaria, los mismos cables roñosos colgando desde postes de cemento y el mismo 80% del perfil transversal de la calle destinado exclusivamente a la movilidad vehicular. ¿Así quién quiere salir a la calle a pasear a su mascota? Probablemente nadie. La sensación de inseguridad será inminente, ya que las condiciones espaciales para promover la interacción son, más bien, desincentivos. Incluso, los edificios ni siquiera cuentan con bajos comerciales para satisfacer necesidades de mayor proximidad.
La vida de barrio se define a partir de las interacciones en los espacios públicos y comerciales. Si construimos nuestras ciudades obviando estos dos elementos, entonces difícilmente podremos mantener dichas relaciones. Asimismo, si nos encargamos de densificar excesivamente, la sostenibilidad de los proyectos en el tiempo será escasa. Ejemplos hay variados en conjuntos planificados por el mismísimo arquitecto Le Corbusier en ciudades europeas y latinoamericanas, que hoy se han convertido en verdaderos slums verticales por el empobrecimiento de sus vecinos y serias dificultades para la gobernanza vecinal.
A pesar de la monotonía que presenta la arquitectura residencial de la densificación y la construcción en altura en Santiago, existen algunas empresas inmobiliarias que han hecho esfuerzos por invertir en una mejor arquitectura y ofrecer proyectos que los distingan de sus pares. Ejemplo de ello, es este pequeño edificio ubicado en un tradicional barrio de Ñuñoa.
Entonces ¿Cuál sería la solución para apuntar a tener ciudades con una marcada vida de barrio, pero a su vez lo suficientemente densas como para ofrecer un desarrollo sostenible?
Sin duda, hay que apuntar a la densificación si efectivamente queremos ciudades sostenibles. Sin embargo, dicha construcción en altura debe ser moderada, de forma tal que no su impacto no sólo a nivel paisajístico, sino que social, sea el menor posible. Los edificios, con pocos habitantes y zócalos comerciales, permiten mantener las interacciones adecuadas, tal como ocurre en grandes ciudades del mundo mediterráneo, donde se ha seguido este modelo y los barrios, a pesar de componerse en muchos casos sólo de edificios, conservan una marcada identidad.
Así, existen claves en tres escalas. La primera, corresponde a la del edificio, donde es importante suprimir algunos equipamientos y servicios internos que sólo pueden permitirse las comunidades de muchos departamentos. Un edificio pequeño, debe contar con un sistema de gobernanza vecinal, sostenible económicamente, que permita también, conservar la privacidad de los vecinos. Esto quiere decir, que cada vecino debería contar con su propio buzón en el cual ningún conserje tenga la “obligación” de entrometerse. Que si llegan visitas, sea la persona residente la encargada de autorizar su acceso desde su propio departamento y que se estimule la relación con los vecinos a través de zócalos comerciales que ofrezcan tiendas de cercanía y los servicios de toda la vida.
En un segundo nivel, se encuentra la planificación del espacio público barrial. Si vamos a densificar, entonces tenemos que preocuparnos de generar una ciudad lo suficientemente atractiva como para que esos vecinos hagan uso de la calle. La liberación de tierras a través de la edificación en altura debería permitir construir la suficiente cantidad de áreas verdes por habitante recomendadas por los principales organismos internacionales. Las calles deben estimular la interacción, convirtiéndose en lugares de encuentro y no en meras líneas de circulación. Por lo tanto, es esencial que cuenten con un adecuado mobiliario urbano, aceras anchas, iluminación y su tendido eléctrico debidamente soterrado. La infraestructura debe adecuarse a personas con necesidades especiales, para que todos y todas puedan disfrutar de la vida urbana, incluyendo además, ciclovías para quienes optan por medios sostenibles de transporte como la bicicleta.
En un tercer nivel, está la planificación de la ciudad, en la cual los distintos barrios que la componen deben tener una interacción. Cada uno presenta una personalidad y un estilo de vida particular, lo cual debe fomentarse a favor de la heterogeneidad social y cultural. Asimismo, la existencia de subcentros a lo largo y ancho de la ciudad, es capaz de complejizar positivamente los flujos cotidianos y la movilidad urbana.
Tokio (Japón) es la ciudad más poblada del mundo, con 36 millones de habitantes si se considera toda su área metropolitana (Gran Tokio). Sin embargo, en el área central de la ciudad, existen barrios como Minami-Azabu (南麻布), el cual ofrece una densificación moderada, comercio de cercanía, espacios públicos de calidad y edificios con cierto valor arquitectónico y personalidad propia.
En conclusión, si bien en Chile no hemos sido parte de buenas prácticas construyendo ciudades en los últimos años, con poca innovación y bastante pobreza arquitectónica en los proyectos inmobiliarios, también se han dado otros procesos más bien endógenos de revaloración de los barrios por parte de las nuevas generaciones que han entrado a habitarlos. Los cambios que ha habido en los últimos años, si bien se han caracterizado por un aumento sostenido en los valores del suelo y de las propiedades, también han traído oportunidades, en las que determinadas empresas inmobiliarias han apostado por invertir en diseño de mayor calidad, dándole un valor agregado a los barrios. En este sentido, lo importante es dejar de segregar y fragmentar el paisaje, que los edificios no sigan construyéndose como cajas herméticas pensando exclusivamente en su equipamiento interno, así como dejar de imponer rejas perimetrales y murallas que impiden que se conserven “los ojos que miran a la calle”, a los que tanta referencia han hecho grandes urbanistas como Jane Jacobs.
Fotos: Uri Colodro
Uri Colodro
Geógrafo y Licenciado en Geografía, Pontificia Universidad Católica de Chile. Candidato a M.Sc. en Gobernanza de Riesgos y Recursos, Ruprecht-Karls Universität Heidelberg. Sus mayores áreas de interés corresponden al ámbito de la geografía urbana, social y cultural. Dedicado a la investigación y la consultoría. Lector apasionado y escritor de medio tiempo. Libera tensiones en la cocina y saliendo a dar paseos por la ciudad.
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