Tan sólo somos una persona ante un aglomerado de gente, lo que nos lleva a comportarnos de forma defensiva; constantemente estamos alerta ante posibles amenazas”, señalaba la profesora en Psicología, Elle Boag, acerca del comportamiento del cerebro en ambientes estresantes como una gran ciudad, en comparación de quienes habitaban en el campo o lugares más tranquilos.
Afirmación que me parece bastante coherente, y que vinculé de inmediato con la última obra que vi en diciembre pasado: “Jardín”[i]. Basada en la novela homónima de Pablo Simonetti, la historia de Luisa, una mujer de 76 años que se ve en la disyuntiva de vender o no vender la casa de toda su vida a una inmobiliaria, me hizo pensar que son esos pequeños oasis, los que se transforman en los campos y playas que hacen que bajemos nuestras defensas en medio de una vida cotadina.
“Se trata de un ambiente reducido donde la gente se conoce y no hay esa sensación de peligro”, agrega la especialista respecto a la vida fuera de la ciudad. Y si bien un jardín, o la pequeña terraza que tengamos, no se comparan al tamaño e imponencia del campo, cuando los cuidamos y más aún, los disfrutamos, se genera esa sensación de pertenencia y tranquilidad.
Sumado a eso, la defensa por la no destrucción de la casa familiar; la disputa por el dinero; el progreso representado por el crecimiento desmedido y nada de planificado –sobre todo en sectores que antiguamente representaban una escapada del centro de la ciudad, tales como las chacras de Ñuñoa, Macul y La Florida, por nombrar a algunos–, se presentan como una cachetada en el espectador.
Es una realidad que hace mucho estamos presenciando, pero creo que nunca antes habíamos estado en un punto sin retorno como ahora; no es posible –o más bien sería poco práctico y generaría más caos– botar abajo esas moles de cemento que se erigen sobre lo que alguna vez fue una manzana tranquila.
Entiendo que hay que asegurar nuevas viviendas para la inmensa población que se extiende (y no se detiene) por Santiago, pero no así. No hay respeto por el entorno, ni por la historia del barrio. No puede ser que tengamos tan poco sentido de comunidad, y que por el mero hecho de una buena suma de dinero, olvidemos que hay vecinos que no quieren perder su espacio, ni menos ver su puerta llena de polvo y camiones por la construcción de un complejo de 15 pisos.
Y al mismo tiempo no me pongo de acuerdo en mi discusión interna, porque tampoco tengo el derecho de meterme en las ambiciones y necesidades de esas personas que deciden vender. No lo sé. Aún creo que hay otra manera de hacerlo.
Y aunque “Jardín” me haya dejado con más dudas que respuestas, también me dio la certeza de que hay que seguir defendiendo nuestras zonas de retiro personal. Sobre todo para quienes amamos vivir en la ciudad, pero anhelando porque esta sea más amable. Porque sea nuestro campo donde vivamos sin amenazas.
Fotos: Gianitsa Corral.
Gianitsa Corral
Soy periodista. Pasatiempo que me ha servido para escribir bien y conocer lugares. Estudié teoría y crítica de cine sólo para apreciar mejor películas y series. Amo los cafés de barrios, adoptarlos como oficina, y que sepan que me gusta el latte. Fotografío casas y edificios antiguos que me topo en el camino, antes de que alguna inmobiliaria los destruya
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